Hacia los años ochenta, la pintura contemporánea cazaba temas superfluos en superfluas y monumentales dimensiones. En medio de este fragor espectacular, Juan Iribarren (Caracas, 1956) insistía en domeñar los objetos y sus lugares desde una tensión entre su representación y la desfiguración expresiva en el espacio del lienzo, pintando hacia el espesor interno de la obra y no desde su mera superficie, como solía verse a menudo por esos años.
Aquellos cuadros traducían una emoción honda, que a diferencia de buena parte de los firmados por sus colegas de esos días, iban sedimentando un fermento para un estilo personalísimo, sellando de esta forma las maneras para un lenguaje unívoco, que en su obra reciente adquiere una voluntad de riesgo frente a los límites de lo pictórico, de sus soportes, de las técnicas artísticas y del espacio museal, en una clara apuesta personal por afilar las aristas de la crisis que sobre estos tópicos, genera permanentemente el arte contemporáneo.
En los años noventa, Iribarren apostó por una pintura concentrada en sus propios valores; era una pintura compleja, sin concesiones y difícilmente traducible por buena parte de la crítica especializada, que se quedó indefensa frente al universo de complicadas pero sutiles pinceladas de un innovador despliegue cromático y formalista. La obra de este artista se configuró como un problema de comprensión para el público del arte, que disfrutaba gozosamente estos cuadros de herméticas cintas pero sin llegar a entenderlas plenamente, paradojas aparte.
Quizás el mejor resumen de su obra pictórica y del posterior desarrollo del trabajo por venir, quedó reflejado en su exposición en el Museo Alejandro Otero de Caracas, en el año 2001. En el conjunto de veintiocho lienzos presentados en esta muestra individual, se destacaba el rigor compositivo de unos cuadros invadidos de vibrantes líneas y enérgicas pinceladas sujetas a un ritmo museal de disposiciones horizontales o verticales. A vuelo de pájaro, la instalación de las obras configuraba un melódico vaivén de tramas de colores por el espacio expositivo. Sin embargo, un espectador con atenta curiosidad y que se detuviera fijamente en las pinturas, descubriría la potencialidad de un discurso que apuesta por la arcana evocación del placer de lo pictórico, pero transformando las usuales y clásicas convenciones sobre el espacio, en un denso universo estrictamente sensorial, a partir de un ajustado repertorio de trazos de una gran emoción que inundan intensamente el soporte.
Este conjunto de obras, intituladas bajo una escueta descripción de sus colores o diseño compositivo, obliga al espectador a mirar más allá de la inmediatez gustosa de la superficie del cuadro. En esta pintura, siempre sucede algo que activa un vínculo con alguno de sus rincones, con el espacio -real o ficticio- o en relación a otra obra. Como una revelación súbita, el trabajo de Iribarren nos invita a hacer inteligible el momento seleccionado por su densa mirada. Aun cuando la pintura -o el momento exhortatorio de la misma- nos evoque los rasgos de un arquetipo de la tradición pictórica moderna como lo es el paisaje, en verdad lo que nos figura (y lo que constituye uno de sus verdaderos alcances) es que se plantea "la transmisión de una experiencia de lo real", como refiere el crítico y curador David G. Torres sobre la pintura -ciertamente sincrónica con la de Juan Iribarren-, del artista danés Per Kirkeby1.
La obra reciente de este pintor venezolano se ha materializado desde este interregno entre el placer sensorial de lo puramente visual y una autonomía ejemplarmente conquistada sobre los asuntos referenciales de su pintura, extremando hasta el límite y de manera diáfana el objetivo que Georges Braque planteó en un texto casi programático y que propone desplazar la preocupación de reconstituir un hecho anecdótico, frente a la importancia de constituir un hecho pictórico2.
En apariencia evidente, este propósito resume esencialmente la compleja estrategia que Juan Iribarren se ha planteado a lo largo de su carrera y que se traduce cristalinamente en su obra actual. A partir de 2003 y desde la práctica fotográfica, el artista se enfrenta a la complejidad de su discurso pictórico y desarrolla una serie de imágenes donde fotografías y pinturas entablan un diálogo formal y conceptual, generando ecos entre ellas, citándose mutuamente y trasmutando las fronteras de ambas disciplinas en un borroso y difuso límite a trasponer. Las pinturas se hacen objetivo del lente fotográfico y éste se ocupa de retratar la sutilísima presencia de la luz y sus matices en espacios de paredes desnudas y austeros rincones. El mejor resumen de este reflexivo trabajo lo podemos ver en su instalación Pequeño Atlas LIC para la exposición "The (S) Files / The Selected Files" organizada por el neoyorquino Museo del Barrio el año 2005.
En esta instalación, las pinturas y fotografías se despliegan por el espacio expositivo siguiendo un orden riguroso y un preciso concierto museal, donde ambas disciplinas se entrelazan de acuerdo a vectores compositivos muy evidentes que tienen como referente el desnudo espacio "real" del taller del artista: epicentro de acción de una obra que densifica el paisaje, prácticamente inexistente, hasta convertirlo en una experiencia lumínica y atmosférica. Por otra parte, Pequeño Atlas LIC es el germen simbólico de una nueva encrucijada en la obra de Iribarren que consolida su rigor discursivo dentro del escenario fuertemente trastabillante de la contemporaneidad artística. Es ciertamente una estocada limpia y eficaz a las aparentes certezas propias de la retórica de la pintura e inherentes a conceptos tales como representación y contenido. Siendo fiel a su deconstructiva ironía y desde la insolencia de un gesto pictórico que se solaza en sí mismo, esta obra desafía la grandilocuencia de un género como es el paisaje y se sobreviene en una pintura (o en un dibujo o una fotografía) de rescoldos y de impurezas. En esta última y nueva serie de obras, Juan Iribarren acude con mayor desplante a los recursos técnicos que competen a la imagen visual y extrema hasta el desconcierto una operación quirúrgica del espacio poético de lo pictórico. La representación supera, desde la densificación de la propia experiencia estética y desde una mirada analítica, los límites y la permanente capacidad de desarticular que detenta el arte contemporáneo frente a nuestros referentes reales. [1] Un análisis de una obra de Kirkeby se puede ver en la ficha catalográfica de este artista realizada por Torres e incluida en: VV.AA. Colección de Arte Contemporáneo Fundacion "la Caixa", Barcelona, Fundación "la Caixa", 2002; pp.: 386. (Catálogo Razonado). [2] Braque, Georges. "Pensamientos y reflexiones sobre la pintura" en El Día y la Noche, Barcelona, El Acantilado, 2001; pp. 17. (originalmente publicados en el décimo ejemplar de la revista Nord-Sud, Diciembre de 1917).
Juan Iribarren nace en Caracas en 1956. Estudia en American University, Washington DC y en la Universidad de Paris I (Sorbona).
Entre sus principales exposiciones individuales destacan: Juan Iribarren: Recent Works, Sicardi Gallery, Houston, 2004; Juan Iribarren, Obra reciente, Museo Alejandro Otero, Caracas, 2001; Small Paintings, GAGA Gallery, Nueva York, 1998; Sala Alternativa, Caracas, 1997 y Sala Mendoza, Caracas, 1994. Ha participado en exposiciones colectivas tales como: The (S) Files/The Selected Files en El Museo del Barrio, Nueva York (actualmente en el Museo de Arte de Puerto Rico); Buenos Aires Photo 2005 (con la Galería Clave); Jump Cuts, Americas Society, Nueva York; Diálogos: Arte latinoamericano desde la Colección Cisneros, Museo de Arte Moderno de Bogotá y Museo de Bellas Artes, Santiago de Chile (2005); The Fine Line (between something and nothing), Leslie Tonkonow Artworks + Projects, Nueva York; Colección Bidimensional, Museo de Arte Contemporáneo, Caracas (2004) y La Invención de la Continuidad, Galería de Arte Nacional, Caracas (1997). Desde 1992 vive y trabaja en Nueva York.
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